Entre los persas eran peculiares, al morir una persona, su cadáver pertenecía a Arhimán, y por lo tanto estaba contaminado con el espíritu del mal. Era preciso sacarle urgentemente de la casa. Pero ¿Dónde ponerlo? Sepultarlo, quemarlo o arrojarlo al río era contaminar el agua, el fuego o la tierra, que Ormuz había creado en un estado de pureza y para dar vida.
La solución se encontró depositando los cadáveres en torres de piedra, verdaderos cementerios donde eran devorados por las aves de rapiña. La sepultura de los reyes de tallaba representando en la fachada de la misma el pórtico de un palacio.
El cadáver era envuelto en una capa de cera, para evitar su contaminación, e izado a un nicho, dentro del monumento.
Las puertas de las sepulturas permanecían abiertas, pero eran inaccesibles según se ha podido verificar a través del estudio de la tumba de Darío en Behistan.
Los reyes constituían una excepción en el culto a los muertos, pues solo ellos eran sepultados, tallándose sus tumbas en la pared de la montaña; ésta la de Darío, se asemeja a la entrada de un palacio.
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