viernes, 15 de febrero de 2013

El encuentro entre Pizarro y el rey de Puná

Salidos del litoral de Puerto Viejo los españoles cruzaron bosques llenos de venados y pantanos en que vivían las más raras sabandijas; así llegaron al pueblo de Manta, donde había un famoso santuario en donde se rendía culto a una esmeralda colosal; la presencia de los españoles asustó a los nativos los cuales huyeron al interior posiblemente con su valiosa piedra verde. Pizarro envió a Belalcázar a perseguirlos pero no los hallaron se conformaron con traer las primeras lúcumas y ciertos patos.


Después de unos días los españoles continuaron su avanzada, empezaron a marchar por unos secadales y les sobrevino la sed. Se hicieron diligencias para buscar agua pero fue envano, el Sol seguía recalentando los yelmos y morriones.
Por fin divisaron una laguna de agua verde, los soldados se lanzaron a beber, pero cuando ya algunos se habían acercado hasta la orilla, una piara de cerdos que traía Hernando Pizarro se precipitó sedienta al charco y revolviendo el barro del fondo pusieron el agua de modo que no se podía tomar. Con las bocas llenas de lodo y casi desfallecidos los soldados llegaron arrastrarsre a la punta de Santa Elena. Allí hallaron un importante pueblo, pero todos los nativos con sus hijos y mujeres se habían refugiado en balsas; se pudo prescindir de ellos, porque en la dura peña de la playa descubrieron los soldados unos pozos llenos de agua fría y refrescante que empezaron a beber. Uno a uno fueron saliendo de la angustiosa situación en que se hallaban, se fue calmando la sed y luego se le dio agua a los caballos.

Terminada la sed apareció el hambre y por ni haber víveres en el abandonado pueblo nativo, los soldados tuvieron que comerse a sus perros de guerra asados al fuego mientras los intérpretes les contaban viejas historias de gigantes cuyos huesos yacían por allí.
Desde la punta de Santa Elena envió Pizarro a cinco españoles a indagar por la isla de Puná, debido a que escuchó noticias de ser un lugar sano y con comida. Los cinco hombres partieron en demanda de la isla, cuando llegaron frente a ella se dieron con la sorpresa que habían muchos nativos esperándolos. Eran más de cien y estaban todos quietos. Tenían consigo, a manera de presentes muchas frutas y pan bizcochado; también tórtolas, conejillos y patos. Admirados los españoles frenaron sus cabalgaduras. Casi al mismo tiempo les salió al encuentro un aborigen principal quien dijo llamarse "Cotoir", apresurándose a darles la bienvenida en nombre de "Tumbalá" el reyezuelo de la isla. A éste le agradecieron los obsequios y presurosos los cinco jinetes volvieron donde el gobernador, dándole las buenas nuevas.
Pizarro recibió desconfiado la noticia; sin embargo dio orden de partir. Al llegar a la playa fueron muy agasajados por Cotoir y su gente. Él tenía listas muchas balsas y deseaba partir lo antes posible para aprovechar los vientos favorables; pero la desconfianza de Pizarro se rebusteció cuando una lengua tumbesino, posiblemente la de Francisquillo comunicó que se urdía una celada por parte de los isleños, pues pretendían embarcar a los españoles en sus balsas y una vez en el mar desatar los maderos y ahogarlos junto con sus caballos. Enterado Pizarro del ardid hizo venir a Cotoir y le dijo que quería hablar con su señor antes de pasar a la isla. El nativo se dio por enterado y marchó a decírselo a Tumbalá.

A la mañana siguiente el reyezuelo se presentó en una gran balsa entoldada y adornada con paños muy ricos. Traía consigo mucha música, vale decir, numerosos tañedores de instrumentos desconocidos. Veinte balsas arriaron velas detrás de él, confirmando claramente que esperaban órdenes. Luego se acentuó la música y Tumbalá bajó a tierra en una exótica litera portada por sus vasallos. Ciertos nativos danzaron, los restantes demostraron un extraño regocijo. Pizarro desconfiado y taciturno, se limitó a decir a Belalcázar: "No me parece bien tantas fiestas".
El saludo de Pizarro a Tumbalá fue muy breve. Apenas puso sus pies en tierra, el gobernador tomó al reyezuelo de la mano y lo condujo a su tienda. Allí le dio a entender que estaba dispuesto al viaje siempre y cuando lo acompañase él. Tumbalá no dio muestras de inmutarse y con gran naturalidad voceó que se aprestasen las balsas, él iría con el jefe de los hombres blancos. las embarcaciones izaron las velas y recogieron las potalas o áncoras de piedra. Posteriormete se acercaron a la playa y los europeos empezaron a subir. Los jinetes no se separaban de sus cabalgaduras; los aborígenes miraban la embarcación de su jefe, no tardó el reyezuelo en dejarse ver. Luego hizo una seña y aquella embarcación se puso en movimiento. Momentos más tarde todos navegaban con rumbo a Puna.

Leiner

Historiador de profesión y especialista en informática educativa por convicción.

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