Pese a los hallazgos hasta hoy realizados y a las modernas técnicas de datación, el origen del hombre americano constituye todavía un vasto y nebuloso panorama; en el cual, si bien hay algunas conclusiones generales, no es posible explicar con certeza cómo y cuándo llegaron al nuevo mundo los primeros grupos humanos, de dónde vinieron, qué características raciológicas y culturales poseían y lo que significa un verdadero rompecabezas para los arqueólogos, de qué manera se expandieron hasta los diferentes lugares del continente donde se han encontrado evidencias de su presencia antes de los últimos diez mil años. Además hay otras incógnitas no resueltas en cuanto a las corrientes migratorias que contribuyeron al poblamiento de América.
El punto de partida, sobre el cual existe implícitamente acuerdo unánime entre los especialistas, es el hecho de que el hombre no es oriundo de América y debió pasar a este continente después de haber alcanzado el estado de evolución que presenta nuestra actual especie. No se ha encontrado en el nuevo mundo ningún tipo de hombre fósil, ni han existido aquí especies de cercopitécidos (monos del viejo mundo), ni de póngidos (grandes monos antropomorfos), lo cual descarta la posibilidad de que haya aparecido el hombre en este continente, como algunos han supuesto, ya que los cercopitécidos y los póngidos son sectores consecutivos de la cadena filogenética, necesariamente antecesores de la especie humana. Todos los restos humanos hallados en América corresponden a individuos de nuestra propia especie: Homo sapiens sapiens.
Se han recogido restos humanos que yacían juntos a los de animales de especies ya extinguidas, pero hoy se sabe que estos animales han sobrevivido hasta tiempos relativamente cercanos. Por otra parte, la mayoría de estos hallazgos carecen de asociación directa con evidencias culturales; y en cuanto a la estratigrafía, no siempre se tiene la certidumbre de que las osamentas y los estratos del suelos sean coetáneos. Sin embargo, hay un gran número número de testimonios óseos que confirman la presencia del hombre en América desde épocas muy remotas. Entre estos restos los primeros que hicieron noticia, aunque los datos resultan insuficientes para determinar su antigüedad, son: El hombre de Lagoa Santa en Brasil, cuyo hallazgo hace más de un siglo tuvo enorme repercusión en la historia del poblamiento de América; siguiéndole mucho después el de Punin en Ecuador, los de Tepexpan, Chalco y Tehuacán en México, los de Midland (Texas), Minnesota, Vero (Florida), el de Candonga, en Argentina y muchos otros. Entre los últimos hallazgos figuran: El hombre de Marmes (Estado de Washington), con fechados de radiocarbono en alrededor de 13 mil años; el de Laguna Beach (California), datado en 17 mil años y otros en los Ángeles con algo más de 23 mil años. En 1969 A. Stalker encontró en Alberta (Canadá), en la localidad de Taber, el esqueleto de un niño, el cual en base de estudios geológicos puede ser comprendido entre 40 y 60 mil años de antigüedad, y J. L. Bada (1975), basado en la racemización del ácido aspártico, ha aplicado un método de datación a un conjunto de seis esqueletos encontrados en San Diego (California) según el cual los fechados que obtuvo fueron de 70, 46, 45, 44, 39 y 28 mil años antes de nuestra era. Pero estos datos realmente sorprendentes, son nuevos todavía, así como el procedimiento. Habrá que esperar su confirmación y aceptación por un mayor número de científicos.
Hasta la fecha, el conjunto de restos humanos mejor estudiados en América, tanto por una frecuencia estratigráfica bien definida como por fechados del carbono 14 es el de Lauricocha, en Huánuco (Perú), donde el arqueólogo peruano Augusto Cardich descubrió 11 esqueletos asociados con artefactos líticos correspondientes a una tradición bien establecida. Cinco de estos esqueletos corresponden a la capa estratigráfica fechada en 9, 525 años y evidencian las prácticas funerarias más antiguas conocidas en el continente americano. En lo que se refiere a sus características raciales, no se alejan del tipo de indígena moderno.
Pero los restos humanos no constituyen las únicas evidencias, ni necesariamente las más tempranas de la presencia del hombre en América. A lo largo de todo el continente se han ubicado numerosos yacimientos arqueológicos que contienen artefactos de piedra,, vestigios de sitios donde se encendió fuego y otros indicios de ocupación humana cuyos fechados y asociaciones constituyen puntos de apoyo de las teorías y tesis planteadas. Entre los de mayor antigüedad se hallan: Lewisville (Texas), con fechados de 40, 000 y 37, 000 años; Dawson City y Old Crown, en el territorio del Yucon (Canadá), con 37,000 años; Santa Rosa (California), con 29,800 años; Tlapacoya, en el valle de México, con 24,000 año; el Bosque, en Nicaragua, con 22,000 años; Piquimachay, en yacucho (Perú), con 20,200 y 14,700 años y muchos otros. Son más de setenta las estaciones cuyos fechados radiocarbónicos van entre 8 y 40 mil años. Sin embargo, algunas resultan discutibles y varios han sido cuestionados, como por ejemplo, los fechados de Piquimachay y Pacaicasa en el Perú, por cuanto la incertidumbre es mayor que la certeza al carecer de evidencias en las relaciones que reclaman los especialistas. La más estrepitosa caída es la sufrida por Tule Springs, en Nevada, sitio al que se le asignaba más de 28 mil años, pero que nuevas investigaciones arrojan como máximo un período comprendido entre 9 mil y 11 mil años para la presencia del hombre en ese yacimiento.
Para la variedad y las dudas que median entre estos fechados, resultan diversas y hasta a veces contrapuestas las hipótesis formuladas en torno a la época del poblamiento originario de América. Algunos investigadores postulan altas edades: 100,000 años o más; otros por el contrario, sostienen épocas relativamente recientes, no antes de 10 mil o 12 mil años. Análoga problemática se suscita respecto a la cultura, la raza y la procedencia de las oleadas migratorias; pues todas las posibilidades indican que hubo más de una. En una reunión de científicos especializados realizada en Boston en 1976, para tratar este tema, los especialistas coincidieron , más o menos, en que existen evidencias de relaciones genéticas con otros grupos raciales de Asia y Polinesia y que estas vinculaciones consisten en que todos estos grupos tuvieron un ancestro común en Asia y no en contactos transpacíficos tardíos. En la misma reunión se presentaron las conclusiones de un estudio de muestras sanguíneas y de relaciones biotipológicas realizadas en Bolivia entre cinco mil nativos por O.C. Quilici, que habría servido para identificar dos grupos genéticos básicos: Uno, seguramente el más antiguo, diseminando entre todos los individuos estudiados, que se caracteriza por tener la cabeza alargada (dolicocéfalos), el tórax breve y las piernas largas; el otro más común, de aspecto mongoliano, de cabeza ancha (braquicéfalos), tórax amplio y piernas cortas. Éste último sería de procedencia más reciente.
Casi todos los especialistas están de acuerdo en aceptar que la llegada de los primeros grupos migratorios se produjo por la región de Bering cuando aún no se habría producido la separación del estrecho, de manera que existía un puente de tierra entre Asia y América.
En cuanto al desarrollo cultural de las bandas migratorias, el prehistoriador Bosch-Gimpera planteó que el primer poblamiento de América se habría producido en el Paleolítico Inferior por grupos de recolectores y cazadores inferiores procedentes de Asia Oriental, quienes habrían introducido una cultura de lascas y nódulos que son un tipo de instrumentos de piedra muy elementales, obtenidos a partir de un guijarro de mayores dimensiones (núcleo) por percusión y desgaje probablemente también con hachas de mano, que si bien son algo más elaboradas no constituyen todavía instrumentos con función especializada. Esta tradición, según Bosch-Gimpera, debió arraigarse en la Gran Cuenca de Estados Unidos y extenderse por California, pasando luego a Centroamérica y pronto a América del Sur. A esta primera penetración, efectuada tal vez durante el período interglacial de Sangamón, se deberían las culturas de lascas y nódulos que sobrevivieron hasta muy tarde y evolucionaron de manera diferente, conservándose algunas muy arcaizantes. Después en el Paleolítico Superior, vendrán los cazadores superiores, procedentes de Siberia, que pasaron también por Bering, aún seco; prosiguieron su camino por Alaska y un corredor formado por las montañas Rocallosas y el casquete glacial de Wisconsin. Estas bandas de cazadores fueron las que propagaron las puntas de Clovis (puntas de dardos grandes, hechas probablemente de una astilla con un canal a los lados) y su complejo cultural, el que pronto llegó a México y se extendió por América Central, mezclándose con las formas de la cultura de lascas. Esta segunda corriente ha sido aceptada por la mayoría de los investigadores que se han ocupado del problema.
Pero los restos humanos no constituyen las únicas evidencias, ni necesariamente las más tempranas de la presencia del hombre en América. A lo largo de todo el continente se han ubicado numerosos yacimientos arqueológicos que contienen artefactos de piedra,, vestigios de sitios donde se encendió fuego y otros indicios de ocupación humana cuyos fechados y asociaciones constituyen puntos de apoyo de las teorías y tesis planteadas. Entre los de mayor antigüedad se hallan: Lewisville (Texas), con fechados de 40, 000 y 37, 000 años; Dawson City y Old Crown, en el territorio del Yucon (Canadá), con 37,000 años; Santa Rosa (California), con 29,800 años; Tlapacoya, en el valle de México, con 24,000 año; el Bosque, en Nicaragua, con 22,000 años; Piquimachay, en yacucho (Perú), con 20,200 y 14,700 años y muchos otros. Son más de setenta las estaciones cuyos fechados radiocarbónicos van entre 8 y 40 mil años. Sin embargo, algunas resultan discutibles y varios han sido cuestionados, como por ejemplo, los fechados de Piquimachay y Pacaicasa en el Perú, por cuanto la incertidumbre es mayor que la certeza al carecer de evidencias en las relaciones que reclaman los especialistas. La más estrepitosa caída es la sufrida por Tule Springs, en Nevada, sitio al que se le asignaba más de 28 mil años, pero que nuevas investigaciones arrojan como máximo un período comprendido entre 9 mil y 11 mil años para la presencia del hombre en ese yacimiento.
Para la variedad y las dudas que median entre estos fechados, resultan diversas y hasta a veces contrapuestas las hipótesis formuladas en torno a la época del poblamiento originario de América. Algunos investigadores postulan altas edades: 100,000 años o más; otros por el contrario, sostienen épocas relativamente recientes, no antes de 10 mil o 12 mil años. Análoga problemática se suscita respecto a la cultura, la raza y la procedencia de las oleadas migratorias; pues todas las posibilidades indican que hubo más de una. En una reunión de científicos especializados realizada en Boston en 1976, para tratar este tema, los especialistas coincidieron , más o menos, en que existen evidencias de relaciones genéticas con otros grupos raciales de Asia y Polinesia y que estas vinculaciones consisten en que todos estos grupos tuvieron un ancestro común en Asia y no en contactos transpacíficos tardíos. En la misma reunión se presentaron las conclusiones de un estudio de muestras sanguíneas y de relaciones biotipológicas realizadas en Bolivia entre cinco mil nativos por O.C. Quilici, que habría servido para identificar dos grupos genéticos básicos: Uno, seguramente el más antiguo, diseminando entre todos los individuos estudiados, que se caracteriza por tener la cabeza alargada (dolicocéfalos), el tórax breve y las piernas largas; el otro más común, de aspecto mongoliano, de cabeza ancha (braquicéfalos), tórax amplio y piernas cortas. Éste último sería de procedencia más reciente.
Casi todos los especialistas están de acuerdo en aceptar que la llegada de los primeros grupos migratorios se produjo por la región de Bering cuando aún no se habría producido la separación del estrecho, de manera que existía un puente de tierra entre Asia y América.
En cuanto al desarrollo cultural de las bandas migratorias, el prehistoriador Bosch-Gimpera planteó que el primer poblamiento de América se habría producido en el Paleolítico Inferior por grupos de recolectores y cazadores inferiores procedentes de Asia Oriental, quienes habrían introducido una cultura de lascas y nódulos que son un tipo de instrumentos de piedra muy elementales, obtenidos a partir de un guijarro de mayores dimensiones (núcleo) por percusión y desgaje probablemente también con hachas de mano, que si bien son algo más elaboradas no constituyen todavía instrumentos con función especializada. Esta tradición, según Bosch-Gimpera, debió arraigarse en la Gran Cuenca de Estados Unidos y extenderse por California, pasando luego a Centroamérica y pronto a América del Sur. A esta primera penetración, efectuada tal vez durante el período interglacial de Sangamón, se deberían las culturas de lascas y nódulos que sobrevivieron hasta muy tarde y evolucionaron de manera diferente, conservándose algunas muy arcaizantes. Después en el Paleolítico Superior, vendrán los cazadores superiores, procedentes de Siberia, que pasaron también por Bering, aún seco; prosiguieron su camino por Alaska y un corredor formado por las montañas Rocallosas y el casquete glacial de Wisconsin. Estas bandas de cazadores fueron las que propagaron las puntas de Clovis (puntas de dardos grandes, hechas probablemente de una astilla con un canal a los lados) y su complejo cultural, el que pronto llegó a México y se extendió por América Central, mezclándose con las formas de la cultura de lascas. Esta segunda corriente ha sido aceptada por la mayoría de los investigadores que se han ocupado del problema.
Gordon Willey presenta un esquema basados en estudios "tecnológicos y de subsistencia"; el primero de los cuales correspondería a los recolectores no especializados del Pleistoceno (24,000-12,000 A.C.)luego un segundo estadio de caza mayor, anotando que sus orígenes son desconocidos ya que no se encuentran antecedentes visibles en el estadio anterior americano. En cuanto a su procedencia del Viejo Mundo, señala que si bien hay una correspondencia con la cultura general del Paleolítico Superior, los americanos poseyeron sus propios y distintos equipos, altamente especializados.
En base a estudios tecnológico-tipológicos, el arqueólogo canadiense A.L. Bryan, postula el ingreso, hace alrededor de 30,000 años o más, de una tradición básica en la historia mundial de puntas toscas, denominada "Chopper y chopping tool tradition", a partir de la cual habrían evolucionado, ya en América, cuatro subtradiciones, dos en Norteamérica: La de puntas aflautadas y la de puntas con muesca y dos en Sudamérica: La de puntas en forma de hojas de sauce y la que lleva la forma de cola de pez.
El arqueólogo norteamericano A.D. Krieger propone un esquema que comienza con una primera etapa de pre-puntas de proyectil, hechas exclusivamente por percusión, similares a las del Paleolítico Inferior del Viejo Mundo, que habría empezado hace35 mil ó 40 mil años, a la que sigue otra etapa que denomina paleo-indio, caracterizada por una industria de puntas de proyectil ya bien elaboradas, combinando las técnicas de percusión y presión que correspondería a las culturas de cazadores. A estas etapas sobreviene un nuevo estadio llamado proto-arcaico en cuyo conjunto más evolucionado aparecen implementos líticos de molienda, lo que significa una disminución de la economía de caza con incremento y mejor aprovechamiento de la recolección.
P.S Martín plantea una teoría sorprendente, ya que explica el poblamiento primitivo de América con la llegada muy reciente, no anterior a los 12, 700 años, de un grupo humano reducido. Señala a penas alrededor de 100 individuos, que habrían llegado primero a la región de Edmonton en Canadá, el cual al hallarse frente al enorme, rico y virgen ecosistema del Nuevo Mundo experimentó una enorme explotación demográfica, tan grande que en apenas mil años pudo expandirse por todo el continente, hasta la Tierra del Fuego.
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